En medio del desierto, a orillas de un manantial, se levantaba el pequeño
pueblo donde vivía Ohmed, con su esposa y sus cuatro pequeños hijos.
Dos veces al año, Ohmed iba a la ciudad. Los niños esperaban ansiosos su
regreso, pues su padre siempre les traía algún regalo.
Un buen día, Ohmed regresaba especialmente contento, por la sorpresa que
llevaba a su familia. Apenas bajó el camello, los niños corrieron a
saludarlo. Con gran satisfacción el padre les dijo: -”Vean qué estupendo
regalo nos hizo el tío Efim”; y con gran satisfacción les mostró seis
sabrosas frutas.
-Qué manzanas tan bonitas- gritó Mayid, un chiquillo de seis años. Mira,
mamá, parecen de oro.
-No son manzanas- dijo Farú, el hermano mayor. Mira la cáscara, no es
brillante y está cubierta por una pelusilla.
-Tienes razón, Farú; -contestó el padre-. No son manzanas sino melocotones.
Es una fruta que no puede cultivarse en el desierto. Luego entregó el
melocotón más grande a su esposa, tomó otro para él y repartió los otros
cuatro entre sus hijos.
Al caer la tarde, cuando toda la familia estaba reunida, Ohmed preguntó al
mayor de sus hijos:
-Bien, Farú, ¿Qué te ha parecido el melocotón?
-Sabrosísimo y tan jugoso que en seguida sembré la semilla para probar si
puede nacer aquí.
-Muy bien; -dijo el padre- eso demuestra que te gusta la agricultura. ¿Y tú,
Mayid?.
-Yo lo he encontrado tan dulce que después de comer el mío le pedí a mamá
que me diera la mitad del suyo. Pero boté la semilla.
-Eso quiere decir que aún eres muy niño- contestó el padre, ¿Y qué te ha
parecido a ti, Abdel?.
-La verdad, no lo he probado. Primero traté de partir la semilla que botó
Mayid. Pero como la almendra que tiene adentro es tan amarga, preferí vender
mi melocotón por diez monedas.
El padre, sonriendo, le dijo: -Creo que empiezas demasiado pronto a
comerciar. Pero veamos que nos dice Yunén, que ha estado tan callado.
-¿Qué te ha parecido a ti el melocotón?.
-No lo sé -contestó el niño con algo de miedo en la voz.
-¿Cómo? ¿tú tampoco lo has comido? -gritó el padre enojado.
-No, padre, perdóname. Mi amigo Assan está muy enfermo. Fui a visitarlo y
mientras le contaba de tu viaje, el pobre no podía apartar sus ojos del
melocotón. Miraba con tanto deseo que preferí dárselo a él.
-Dios te lo recompensará, hijo mío; -dijo el padre emocionado-, porque de
todos nosotros, tú eres el que mejor ha aprovechado el melocotón.
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